Los años 6o

ERAN NO MAS DE CUATRO MANZANAS, A LO SUMO PODRÍAMOS INCLUIR UN PAR MÁS, CONSIDERADAS LOS LÍMITES TOLERABLES

Pero nuestro mundo, los dominios de la Barra, aquel lugar donde nadie extraño podía jugar al fútbol, era Udaondo entre Veracruz y Resistencia y Veracruz entre Udaondo y Pavón. Apenas un par de cuadras de casas bajas, terrenos enormes y un potrero en la punta, ahí donde el barrio terminaba sobre la avenida principal. Allí dominábamos, éramos dueños, conocíamos sus recovecos y secretos. Cada casa con su familia de inmigrantes, los abuelos, y primera generación de argentinos, los padres, a los cuales se sumaba la Barra: nosotros. Los vecinos se conocían todos, había solidaridad, amistad, y también viejos enconos. Había viejas y viejos cascarrabias que no nos dejaban jugar en la vereda y nos quitaban las pelotas de goma (alguno llegó a tomar la imperdonable medida de pinchar aquel precioso balón amarillo a rayas rojas). La calle de cemento con los primeros faroles de mercurio. Las casas chorizo que se iban agrandando a medida que los hijos se casaban. El boliche de la esquina, con la entrada prohibida para nosotros porque ahí, más allá de funcionar como bodegón al mediodía donde iban a comer los obreros de las muchas fábricas que había en la zona, a la noche se jugaba a las barajas por guita, se tomaba moscato y ginebra y se fumaba hasta que la madrugada se entregaba a la mansa caricia del primer sol de la mañana. El boliche de don Florencio era ese lugar pecaminoso que los chicos nunca debíamos pisar. Y un día (o mejor dicho una madrugada) alguien intuyó trampa y disparó. Hasta un muerto tuvo el boliche. Ahí se levantaba quiniela y los domingos se organizaba una «poya» con los partidos de fútbol (rudimentario antecedente del PRODE que institucionalizó uno de los tantos gobiernos militares que supimos tolerar).
Ahí vi jugar, trepado a la ventana y sin que mi vieja se enterara, a Navarrita, aquel legendario jugador de villar que predecía con pasmosa precisión el recorrido de las bolas. Doña Benigna que, contradiciendo su nombre, nos corría de su vereda a escobazos y se cansó de tajearnos pelotas. El negocio de Graziana, que para Navidad y Reyes habilitaba el patio de la casa para exhibir los juguetes que nosotros, después de analizar cuidadosamente la oferta, incluíamos en una carta que depositábamos en el buzón que ellos también ponían en el patio y que, aseguraban, tenía línea directa con el Polo Norte.

Extraído del libro Lanús – Las veredas de Villa Atlántida, de Néstor Grindetti y Mónica Corvini

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